martes, 24 de octubre de 2017

Taj Mahal: Una historia de amor.

El Taj Mahal está ubicado en las cercanías de la ciudad de Agra, en el estado de Uttar Pradesh, India, y fue construido en el siglo XVII. Increíble proeza arquitectónica, su inmortal belleza se nutre del antiguo amor entre un emperador y su esposa.
Y es que el Taj Mahal es eso: poesía hecha arte, un canto al amor, una obra sublime que sólo un alma enamorada sería capaz de ofrecer al mundo.
Allí, justo sobre el pórtico de entrada, se pueden leer unos versos del Corán que describen el paraíso, que te dan una idea de lo que nos vamos a encontrar y de lo que vamos a sentir; como palabras mágicas, aquel portón de bronce nos descubrirá un “palacio de perlas rodeado de jardines”.

No hay nada más profundo para cualquier viajero que sentarse en uno de los bancos que hay por todo el Jardín del Paraíso y admirar la silueta del impresionante Mausoleo recortada sobre un cielo limpio.
Cielo que poco a poco se tiñe de rosa al caer la noche. De fondo, en las afueras del Templo, en la ciudad, en Agra (una pequeña localidad situada al norte de la India, en el Estado de Uttar Pradesh) oímos los cánticos y sus oraciones.
Y así, mientras admiramos la soberbia perfección de todo el conjunto: su simetría, los estanques que, como una llave dorada y perfecta, abren el camino hacia el templo de mármol, entre flores de loto que flotan sobre sus aguas, nuestra mente vaga absorta, solitaria, olvidada de tanto turista como nos rodea, y rememoramos casi con lágrimas en los ojos la triste historia del emperador Sha Jahan.

Sha Jahan conoció a su amada Arjumand en un bazar donde ésta vendía cristales. Admirado por su belleza no fue capaz de dirigirle la palabra en un primer momento. Perseguidos por los ejércitos de su padre el Emperador, y por culpa de esa relación, tras dos esposas y cinco años desde aquel primer encuentro, se unieron en matrimonio. Arjumand pasó a ser conocida como Mumtaz Mahal, “la elegida del palacio”.
El gran amor que sentían el uno por el otro era conocido por todos, una pareja enamorada que se desvivía, ella apoyándolo en sus campañas y él colmándola con todo tipo de regalos, desde las flores más hermosas a diamantes. En el momento en el que el emperador Jehangir falleció, fue el turno de Sha Jahan de ocupar el trono pero nadie se esperaba el desenlace. Sólo dos años más tarde, en 1630, ocurrió lo que nadie imaginaba…
Allí, sentado en aquel banco, con los últimos rayos de sol reflejándose en aquella obra de arte, mientras mi mirada se dirigía hacia la silueta que se perfilaba en las aguas del estanque, me imaginé la secuencia final…
El recién emperador se encontraba en Burhanpur, en una campaña militar, cuando le llegaron noticias de que su esposa teniendo complicaciones en el 13º parto. Sha Jahan no se lo pensó dos veces y, desesperado y con una angustia que le paraba el corazón, regresó al lado de su mujer para poder pasar sus últimos instantes junto a ella, sostuvo su mano con delicadeza entre las suyas y pronunció el adiós más amargo de su vida.
El emperador ya no volvió a ser el mismo. Se recluyó en el Fuerte Rojo, en la orilla izquierda del río Yamuna, y allí pasó, encerrado por su hijo, los últimos años de su vida, abandonando el Imperio en manos de sus sucesores. Frente al Fuerte, visible desde todas sus ventanas y al otro lado del río, mandó construir el más impresionante Mausoleo que jamás mente humana pudiera concebir.
Los mejores constructores, los mejores obreros, las mejores joyas, las mejores piedras... Todo era poco para el lugar de reposo de su amada; incluso, se desvió el Yamuna para que el Taj Mahal pudiera reflejarse en sus aguas. Y allí, tras dos décadas de construcción, en el 1648, fue enterrada su amada Mumtaz Mahal. Junto a ella, fue enterrado años después el propio emperador para que reposaran siempre juntos, eternamente.
Despacio, triste por un lado, impresionado por el otro, alegre por cumplir el sueño de cualquier viajero, paseé por sus jardines, tan simétricos, tan coloridos, tan naturales. Como si de un manjar se tratara, dejé para el final aquella obra de arte. Y allí, tras subir los primeros escalones de acceso, ya de cerca, el Mausoleo se hizo más inmenso, más impresionante. Algo que te atrae, una fuerza que te lleva a querer tocar con tu propia mano el mármol y descubrir que no es un sueño ni un espejismo.
Sobrecogido admiré las muchas joyas que se encuentran incrustadas en su fachada: lapislázuli, jaspe, malaquitas, turquesas, cornalinas… En su interior, desgraciadamente, la verdadera cámara donde yacen ambos, no es visitable; sólo se pude visitar una primera cámara funeraria, muy grande, con cristaleras que juegan con los colores de los rayos de sol que por ella entran.
Dentro, la visita es corta, y es que el sueño verdadero, la imagen que siempre recordaremos está en el exterior… Lentamente dirijo mis pasos hacia las afueras del conjunto, bordeando el estanque. Allí, al final del estanque, giro mi mirada atrás y dedico aquellos últimos minutos a admirar el Taj Mahal una vez más… A ver como el sol empieza a ocultarse tras su cúpula, tras sus torres…
Un viaje que resulta inolvidable. Una visión que jamás se podrá  apartar de los ojos y es que el Taj Mahal, en sí mismo, es una historia de amor viviente, que late todavía, recordándonos que hay amores que son capaces de enfrentarse al tiempo para hallar una eternidad unida.

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